Pocas ciudades hay en España que sepan combinar tan bien el encanto de una urbe señorial, más propia de otras décadas, con el orgullo de ser la capital de una de las comunidades autónomas con más vocación agropecuaria de toda España. En este particular recorrido que estamos haciendo durante este otoño por las ciudades del norte peninsular que más nos fascinan a los locos por el ganado vacuno de Living Las Vacas, la siguiente parada es obligada. Se trata de Santander.

La capital cántabra se caracteriza por tener una particular geografía que acentúa sus particularidades. Se trata de una península de forma alargada. Su zona sur se orienta hacia la gran bahía de Santander, con los pueblos de El Astillero, Pedreña y Somo al fondo… y las montañas nevadas de la cornisa cantábrica aún más atrás. Aquí se sitúa el puerto, el ilustre Paseo Pereda, las calles más bulliciosas de los bares y los parques…

foto-1

Pero hay muchas ciudades encerradas en una sola. En la parte norte, la orografía abrupta provoca que haya pequeñas calas, caminos imposibles por sus continuas curvas, barrios inexplorados

Capítulo aparte merecen sus dos grandes joyas, no muy lejanas del centro de la ciudad, pero que obligan a darse un buen paseo a la brisa del Cantábrico. Se trata de su afamada playa de El Sardinero, que en realidad puede dividirse en varias partes, y su Palacio de La Magdalena, un magnífico enclave natural que permite tener lo mejor del campo en un extremo de la ciudad con un particular zoológico, precisamente antes de comenzar la arena de El Sardinero.

foto-2

Por último, Santander es toda una combinación de sabores. Son conocidos sus bares y restaurantes de pescado, de marisco… y sobre todo, de rabas. Pero tampoco es difícil encontrar lugares en los que deleitarse con la carne de las terneras criadas en la comarca de Liébana, sus yogures elaborados con leche natural o sus afamados postres lácteos. Santander sabe a mar… pero también a monte.

foto-3