(Cuarta y última parte del serial que Living Las Vacas acoge durante el mes de agosto)

Pelayo no siempre se había creído todas las historias que le contaba su padre sobre cómo era la vida en el campo en los años posteriores a la Guerra Civil. Le parecía que todo aquello era una especie de ‘realismo mágico’ al más puro estilo de Gabriel García Márquez. Una mezcla de realidad y ficción que en realidad no había podido ocurrir nunca tal y como lo contaba al pie de la letra su progenitor. Joaquín, el ‘pelahigo’, juraba y perjuraba que todo lo que le contaba a su hijo era la más pura verdad. Nada que se saliera de lo que realmente ocurrió.

Pelayo se quedaba anonadado con algunas de las historias. Aquella que relataba cómo su abuelo, guardia de una extensa finca extensiva, se reunía a la luz de la hoguera con los guardias civiles de la zona mientras encubría a los bandoleros a pocos metros de distancia. Tampoco era de desdeñar aquella historia en la que el lobo bajaba al atardecer de los montes cercanos y miraba a los ojos a las personas que se encontraban por allí. Totalmente descorazonador era el relato de las tres o cuatro familias que compartían unas míseras habitaciones para vivir, sin ningún tipo de confort, y en las que el consumo de leche de vaca o de pan del día era un bien simplemente de lujo.

Una de las historias preferidas de Pelayo era la del autobús de la zona, que cubría el trayecto entre dos pueblos cercanos. Aunque el trayecto era corto, la distancia entre las dos localidades tenía una pequeña dificultad orográfica, que decía la tele en las transmisiones del Tour. La cuesta de la serpiente, llamada así por su serpeante trayectoria, hacía que aquel viejo autobús de los años 50, de esos que arrancaban con manivela en la parte frontal del vehículo, tuviera que detenerse en medio de la cuesta. Siempre según el relato de Joaquín el ‘pelahigo’, era el momento de que los pasajeros se bajaran y empujaran al autobús hasta llegar a la cima. Cuando comenzaba el descenso, el que no estuviera listo y no subiera de forma inmediata el autobús, corría el riesgo de tener que continuar a pie hasta el final del recorrido.

En agosto, normalmente a finales de mes, era habitual que Joaquín llevara a su hijo a Pelayo a dar una vuelta por la extensa y próspera finca en la que se crió, aquella misma que tenía su propio molino para hacer pan, sus varias explotaciones ganaderas, sus casas dispersadas con familias viviendo y su propio ecosistema socio-económico en el que participaban las personas del entorno. De todo aquello, no quedaba absolutamente nada. Los edificios estaban derruidos, el molino no era más que una quimera y sólo crecían hierbajos en todo aquel territorio que daba la impresión de no haber estado habitado en siglos. A Joaquín aquella visita le servía para dar un paseo por sus recuerdos y recordar donde pastaba el rebaño de ovejas del tío Zancadas o el lugar en el que se ordeñaba a las vacas de Manolo, el ‘tripaestrecha’. Por su parte, Pelayo comenzaba a ser consciente de todo lo que se había perdido en conciencia de entorno rural en su país. De cómo se había dejado aparte el mundo agrícola y ganadero, mandándolo al olvido. De que sus hijos se preguntarían si la leche del supermercado viene de las vacas o se obtiene al abrir un grifo que hay en una fábrica. De que con los alimentos no se juega, aunque algunos se empeñen en menospreciar una actividad de la que todos nos alimentamos. Absolutamente todos.