(Living Las Vacas acogerá durante el mes de agosto una pequeña historia por capítulos, en la que el vacuno será protagonista)

A Pelayo le gustaba ir en verano al pueblo. Hijo de emigrantes que abandonaron las zonas rurales ante la falta de oportunidades laborales y acabaron contratados de por vida en la pujante industria norteña, la llegada al pueblo significaba un cambio radical con la ciudad y con las rutinas a las que estaba acostumbrado. La calle era su vida, disfrutando junto con los chavales de su edad con múltiples juegos, las puertas de las casas nunca estaban cerradas y todo el mundo le conocía en la calle como ‘el hijo de la Juana’ o ‘el de Joaquín, el pelahigo’, aunque él en realidad no conocía a todos aquellos que le interpelaban por la calle.

Por encima de todo, el pueblo sabía a libertad. Las eternas carreras con bici por las calles sin peligro de la localidad, saltarse la reja de las escuelas municipales para jugar interminables partidos de ‘futbito’, las visitas al cercano embalse para tomarse un baño de lo más natural, esquivando piedras y pequeñas culebrillas de agua. Aprendió que al baño había que ir sin toalla, porque aquel que la llevaba creyendo que estaba en una piscina de la ciudad, corría el riesgo de que la toalla se convirtiera en comunal. Llevar bañador también era opcional. Cualquier pantalón valía para refrescarse.

A pesar de todos los alicientes, había un momento que se hacía muy largo. La larga siesta de agosto ya no tenía el aliciente de julio, cuando Perico subía los montes de los Pirineos demarrando a cada metro y las horas pasaban con las etapas del Tour en la televisión. Era el momento de buscarse nuevas alternativas. Ponerse el walkman para intentar sintonizar correctamente la radiofórmula de la capital más cercana, en los tiempos en los que cada emisora tenía un pinchadiscos y no dependía de un pregrabado para todo el territorio. Subir a la azotea de la casa de su abuelo para comprobar si podía freír un huevo con el duro sol estival. Hacerse el dormido para escuchar las más sorprendentes confesiones familiares.

Un día por la mañana, justo al empezar agosto, tuvo la fortuna de encontrarse con Pedro, el primo de su madre, que le saludó con un ‘Feliz día del año’. Ante la total cara de interrogante de Pelayo, aquel hombre curtido en el campo le aclaró que, según sea el tiempo del 1 de agosto, así será el tiempo del 1 de enero. La confusión aumenta. “Hombre, no hay que tomárselo al pie de la letra. Que tú tienes estudios y sabrás interpretar… El 1 de enero no va a hacer 38 grados como en agosto, pero si el día está revuelto y hay tormenta, cinco meses después puede nevar. Y si el día permanece soleado, habrá un buen comienzo de año”, explicó Pedro. Después siguió diciéndole que del 2 al 13 de agosto, se toman los datos para saber el tiempo de las primeras quincenas de cada mes del año siguiente, mientras que del 14 al 25 se conocían las segundas quincenas. Las primeras se llaman cabañuelas y las segundas responden al nombre de canículas. Sabiduría popular por los cuatro costados.

A lo largo de los años, tomando notas en cada siesta de lo que había ocurrido con la máxima precisión posible, Pelayo se dio cuenta de lo que contaba el primo de su madre tenía una gran sabiduría. Podía fallar de vez en cuando, pero casi siempre acertaba. Pedro era un hombre de campo de los que había antes, agricultor, ganadero de cerdos, de vacas y de ovejas. Tenía un pequeño grupo de vacas lecheras, a las que ordeñaba a mano, y cuya leche se encargaban de vender sus hermanas, puerta por puerta, al caer el sol. A Pelayo, muchos años después, todavía se le eriza el vello al recordar el sabor de esa leche, a la que había que apartar la nata a cucharones después de ser hervida.